Fotografía tomada por Paula este verano |
No ha sido un verano fácil para Paula y para el resto de la
familia. Por primera vez se ha topado de bruces con la muerte, y lo ha hecho
por partida doble. Todo, además, a punto de celebrar su octavo cumpleaños, una
fiesta que, me atrevería a decir, es la que más ilusión le hace de todo el año.
Cuento esto un mes después porque con la temperatura que aún
soportamos y que nos lleva a echar de menos la lluvia casi hasta las lágrimas,
me siento con más fuerza. Es lo que tiene el paso del tiempo.
En medio de las vacaciones recibimos, estando en Galicia,
sí, esa tierra que siempre se convierte en trending topic por desgracias –de
las actuales espero hablar en breve- la mala noticia de que Olaf, el compañero inseparable de la periquita Princesa, nos dejaba o, mejor dicho, decidía abandonar este mundo.
La verdad es que al final a estos bichos les
coges cariño, pero mi impacto fue especialmente grande porque, por primera vez, observé el
dolor, el miedo, la angustia en la pequeña Paula.
La noticia nos pilló, además, en la distancia, y más allá de
anécdotas y reflexiones de Paula acerca de la muerte, su llanto al enterarse
rompía a cualquiera. Es grande mi pequeña, porque ella misma, a través de
corazas, trataba de entender y poner un poco de sentido común al hecho
luctuoso.
Sé que eran corazas porque una semanas después, por
desgracia, tuvo que pasar por otro momento muy complicado: el abuelo, el papá
de mamá, también nos dejaba.
Paula siempre intenta ser racional en sus
explicaciones o planteamientos (“Papá, todos tenemos que morir”), y digo que lo
intenta porque sus corazas, esos chalecos protectores que se pone ante situaciones de riesgos emocional para ella, salen a la luz casi a cada minuto.
Momentos duros, terribles, trágicos que, con o sin corazas,
la pequeña ha pasado con entereza, eso sí, siempre pendiente (también de reojo)
de su madre. Porque Paula es así: pendiente de todo y de todos.
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